La mujer que lloraba con un ojo
De no haber quedado huérfana, quizá habría sido escritora. O actriz. Era una gran contadora de historias
Pilar Huertas cruzó su calle despacio de madrugada y llamó a la puerta de la casa de enfrente. Abrió una de sus hermanas:
-María, que ya he parío - le dijo.
-¿Pero cómo no me has avisado…?
-Ay, mujer, si no es nada.
Con 28 años y un marido en la guerra, Pilar acababa de dar a luz, sola, a su hija Belén. Así había sido con el primero, Juanico, al que tuvo con 23. Pepa, la siguiente, casi no lo cuenta. Nació con dos vueltas del cordón umbilical al cuello y la cara morada. Luego vinieron cuatro más: Paco, Adela, Antonio y Jorge. Nacieron, estos sí, con ayuda de alguna vecina o de sus hermanas. Todos en su casa, en su propia cama.
Ella, nacida en 1914, iba para niña bien hasta que el camino se truncó de forma abrupta.
Ella, nacida en 1914, iba para niña bien hasta que el camino se truncó de forma abrupta. Su padre, Paco, era un comerciante con posibilidades. Tenía un matadero, una charcutería y el parador de Las Campanas, un hostal en pleno centro de la ciudad de Granada, al sur de España. Pero el hombre se quedó viudo con siete hijos y otro en camino que no llegó a nacer. Pilar tenía solo tres años cuando su madre murió, dicen que de puro agotamiento.
Se mudaron de Granada al pueblo, a Domingo Pérez. Allí vivía más familia que echó una mano para criar a los huérfanos de Paco, a sus seis hijas y al único vástago varón hasta que el hombre volvió a casarse. Había olivos y trigo para cultivar, crecían las lentejas y los chícharos, una legumbre parecida al guisante con la que alimentaban a las bestias. En Pérez, Paco abrió una tienda de comestibles, una alpargatería y una nueva posada. Pero en el pueblo de unos 600 habitantes no había manera de dar continuidad a la educación de las niñas en una época en la que el analfabetismo rozaba el 70% entre los menores de 10 años en España1 y se cebaba sobre todo con las mujeres. El futuro de la mayoría era ocuparse del hogar y de la descendencia. Ese fue el destino de Pilar, teñido de negro por una promesa.
“Dios mío, si regresan todos sanos vestiré siempre de luto”. Su único hermano y los esposos de dos de sus hermanas se fueron al frente a luchar. También su reciente marido, Juan. Era un hombre que no entendía de bandos, quizá por eso acabó luchando en los dos.
Todos volvieron con vida. Y ella se enfundó en un perenne uniforme negro –falda larga, medias tupidas, blusa y rebeca, zapatillas de tela y suela de goma– que le hacía parecer anciana con solo 25 años. Pasaron mucha necesidad económica.
Tenía que visitar a su marido en la prisión, llevarle comida, tabaco y algo de apoyo.
Durante un año, viajó en tren a la ciudad con su hija Belén en brazos. Algunas veces no disponía del dinero para pagarlo, pero no podía dejar de ir. Tenía que visitar a su marido en la prisión, llevarle comida, tabaco y algo de apoyo.
Todo fue por alimentar al enemigo. Un día de junio, mientras Juan estaba arando el trigo, un grupo de hombres bajó de la sierra y le exigieron comida. Eran maquis, el movimiento de resistencia armada al franquismo que pervivió oculto tras la Guerra Civil de España. Juan bajó al pueblo, volvió con bacalao, pan y algo de matanza. Alguien se chivó a la Guardia Civil y lo metieron un año preso.
El viaje de Domingo Pérez hasta Granada, que ahora se completa en apenas media hora por autovía, suponía andar ocho kilómetros campo a través hasta el pueblo vecino de Iznalloz, de donde partía el tren a la capital. Y casi una hora más de vaivenes en unas bancadas de madera del vagón de tercera clase, con calor extremo en verano, con frío intenso en invierno. Pilar se sentaba en el último banco y rezaba para que no la vieran. El día que el revisor le requirió el tique y no lo tenía, echó el único gran embuste de su vida: “Ay, disculpe, con la niña lo perdí”.
Entre la guerra, el largo servicio militar posterior que tuvo que cumplir Juan y el periodo en la cárcel, pasaron varios años sin que entrara un jornal en la casa. Vivían de los pocos olivos que tenían, de la ayuda de las hermanas de Pilar y de la madre de Juan. El padre de Pilar, Paco, falleció siendo ella adolescente. Pese a todo, a ninguno le faltó nunca un plato de comida.
Pasó la guerra, pasó la cárcel. Siguieron naciendo hijos. Pilar se levantaba cada día para hacer una sartén enorme de migas de pan con ajos o de patata panadera. Ese era el desayuno de todos y el almuerzo que Juan llevaba al día de labranza, al que pronto le acompañó el primogénito, Juanico, que empezó a trabajar en el campo con ocho años. Si las gallinas habían puesto algún huevo, las patatas se servían acompañadas. La mayoría de las mañanas, eran patatas viudas con un poco de café con leche de la cabra que vivía en la cuadra, en la planta baja de la casa. La cena era casi siempre cocido de garbanzos, con tocino y hueso de jamón. El pollo y la carne fina del cerdo se reservaban para los días de fiesta.
Cuando terminaba de cocinar, Pilar Huertas arreglaba la lumbre con paja para calentar la casa. Hacía las camas de lana. Había que mullir cada colchón un buen rato para que las tiras no se hicieran bola y acabaran acumuladas a los pies o en la cabecera de la cama. Fregaba el suelo de rodillas. También se agachaba para lavar en el río una canasta diaria de ropa. Después, los recados. En la tienda solo disponían de bacalao, azúcar o arroz. El verdadero supermercado salía de la propia huerta y de los animales de la cuadra. En mayo se blanqueaba toda la casa. Ella se encargaba de dar de comer a los marranos y limpiar las chiqueras cuando Juan no podía. Era importante cebarlos para que la matanza rindiera en diciembre.
Conforme fueron creciendo los niños, los ratitos libres los dedicaba a leer.
Conforme fueron creciendo los niños, los ratitos libres los dedicaba a leer. Alguien le había regalado El Quijote en dos tomos con las tapas color blanco roto. Pilar se sentaba en una silla y pasaba despacito las páginas. Intentaba hacerlo todos los días, con la luz que entraba por la ventana o en penumbra junto a la lumbre.
También visitaba a diario la iglesia por una mezcla de convencimiento cristiano y de evasión. Su hija Pepa asegura que era el único sitio en el que podía estar en silencio, sin el revuelo de los niños, las cantinelas del marido o los comadreos de las vecinas. Con todo, se sentía una mujer con suerte.
-Tengo siete hijos como siete flores, mis niños no tienen faltas- decía ella.
-Mamá, no seas exagerada- le replicaba Pepa.
-Mujer, me refiero a que ninguno es bizco, ni cojo. No tienen defectos.
En su pueblo hay un dicho para gente así. Aquellos que no tienen mucho pero sí la dicha de que todos a su alrededor sigan vivos, estén sanos y no pasen hambre. “Esa no tiene de qué quejarse, esa llora con un ojo”, se decía y aún se dice en Pérez.
De no haber quedado huérfana, quizá habría sido escritora. O actriz. Era una gran contadora de historias. Narraba su infancia huérfana y las andanzas de Fernandico, el chiquillo que su padre contrató para trabajar el campo y al que adoptaron como a un hermano más. Aquello era mejor que un televisor, aparato que todavía no había llegado al pueblo. Sus hijas tenían que pelear con las amigas para poder salir a la calle a jugar. Las demás preferían quedarse escuchando las historias de Pilar Huertas junto a la lumbre.
El uniforme negro le acompañó siempre, como el pequeño moño en el que se recogía el pelo. Solo al final de su vida, sin ella advertirlo, se saltó el luto. Sus hijas la vistieron alguna vez con una blusa con pequeñas flores blancas o una falda de cuadros grises cuando ya estaba enferma. Con 51 años empezó a desarrollar un parkinson que la fue consumiendo durante una década. Primero perdió la sensibilidad en los dedos, después se le trabó la lengua, luego llegaron los pasos trastabillados.
En los últimos tiempos apenas hablaba y casi no reconocía. Pero seguía contando historias con gestos. Se llevaba la mano a la papada, la ponía hueca y se reía. “Sí, sí”, farfullaba. Estaba imitando la cara del novio grandón que se había echado su hija Pepa, era su forma de decir que aquel chicarrón buenazo, que primero fue panadero y después trabajó en un banco, le había caído en gracia.
Pilar Huertas murió poco después de que Pepa y su novio Paco, mis padres, se casaran. Yo nunca conocí a la mujer que leía El Quijote en sus ratos libres aunque pienso a menudo en su historia. Tenemos derechos que nuestras abuelas no tuvieron.
Si no fuera por el tesón de aquella matriarca de negro que mullía las camas a diario y se recluía en la parroquia, yo hoy no estaría escribiendo sobre grandes mujeres anónimas que, como ella, fueron las pioneras de un mundo cerrado y quienes empujaron para sacar adelante a la España rural, empobrecida y en blanco y negro que quedó devastada tras la guerra.
Con la edad a la que ella tuvo a su primer hijo, 23 años, yo acababa de terminar la Universidad y viví un año en Italia, aprendiendo el idioma, viajando por el país y los alrededores y haciendo teatro. Heredé su afán por contar historias y su pasión por la lectura. Si no fuera por el tesón de aquella matriarca de negro que mullía las camas a diario y se recluía en la parroquia, yo hoy no estaría escribiendo sobre grandes mujeres anónimas que, como ella, fueron las pioneras de un mundo cerrado y quienes empujaron para sacar adelante a la España rural, empobrecida y en blanco y negro que quedó devastada tras la guerra.
Basta echar la vista atrás para comprobar todas las cosas que han cambiado. Pero hay demasiadas que desgraciadamente están igual. Trabajos como los que hacía mi abuela y siguen haciendo millones de mujeres no son remunerados. Son ellas las cocineras, limpiadoras, cuidadoras y administradoras del hogar. Y los jornales que cobran hoy las mujeres por trabajar en el campo, cuando los cobran, están muy por debajo de los de los hombres. En España, ellas están sobrerrepresentadas en el rango que va desde 400 a 1000 euros (455/ 1138 dólares estadounidenses) frente a los de los de los varones, mayoritarios entre los que ganan de 1001 hasta 1400 euros (1139/ 1593 dólares estadounidenses)2.
Pese a los grandes avances de la sanidad, todavía uno de cada cinco nacimientos en el mundo se lleva a cabo sin que lo asista una partera capacitada. Fueron casi 31 millones de nacimientos no atendidos en 20163, con mujeres jugándose su vida y la de sus hijos. Igual que le pasó a mi abuela hace casi un siglo, antes de cruzar la calle y llamar a la puerta de su hermana María: “¿Pero cómo no me has avisado…?”.
1 Datos extraídos del informe Alfabetización y escolarización en España (1887-1950), de Narciso de Gabriel https://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:ZZ1z0BNyiNUJ:https://www.mecd.gob.es/dctm/revista-de-educacion/articulosre314/re3141100462.
2 Datos extraídos del Ministerio de Agricultura del Gobierno de España https://www.mapama.gob.es/es/desarrollo-rural/temas/igualdad_genero_y_des_sostenible/
3 Datos de Unicef, Maternidad y Salud https://data.unicef.org/topic/maternal-health/delivery-care/