Cómo aprendí a ver la agricultura (y todo lo demás) como un asunto de género
Cuando nuestra fundación tenía apenas unos cuantos años, el exdirector del Programa Mundial de Alimentos le dijo a un colega mío, “Si la fundación no presta atención a las diferencias de género en la agricultura, usted hará lo que muchos han hecho en el pasado. La única diferencia será que usted desperdiciará mucho más”.
Bill y yo iniciamos nuestra fundación para luchar contra la pobreza y la enfermedad alrededor del mundo. Invertimos en agricultura porque aproximadamente el 75% de la gente más pobre del mundo vive en zonas rurales y la mayoría de ellos dependen de la agricultura como medio de vida. Lograr que sus fincas sean más productivas les puede ayudar a comer más, ganar más y llevar una mejor vida.
Ahora me avergüenza decirlo, pero en esa época no estaba pensando mucho en las desigualdades de género en relación con nuestra labor contra la pobreza. Definitivamente, no las estaba imaginando en relación con la agricultura. Les apuesto que si me hubieran pedido que cerrara los ojos y me imaginara a uno de los agricultores que estábamos tratando de alcanzar, me hubiera imaginado a un hombre.
Resulta que, hablando en términos estadísticos, al menos la mitad de las veces, debería haberme imaginado a una mujer, y frecuentemente a una madre. También resulta que, aunque para cualquiera es difícil ganarse la vida con una pequeña parcela agrícola familiar, los datos nos indican que es especialmente difícil para las mujeres. Un estudio señero de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura en 2011 mostró que las agricultoras de los países en desarrollo logran rendimientos que son del 20% al 30% menores que los de los hombres.
¿Por qué existe esta brecha de género? No es porque los hombres sean inherentemente mejores agricultores. Es porque un agricultor exitoso requiere tener acceso a muchas cosas — entre ellas, buena tierra, buenas semillas y animales, personas que ayudan, herramientas, tiempo y conocimientos técnicos— y la mayoría de las agricultoras no tienen el mismo acceso a ninguna de ellas.
Las barreras que frenan a las agricultoras adoptan muchas formas. Algunos países aún tienen leyes y costumbres que prohíben a las mujeres heredar tierras. Las normas culturales significan que hombres y mujeres tienden a sembrar cultivos diferentes y a criar diferentes tipos de animales; además, debido a que la investigación agrícola tiende a enfocarse en los cultivos de márgenes elevados que siembran los hombres, ha habido menos innovación en los cultivos de menores márgenes que siembran las mujeres.
La lista sigue. Las mujeres tienen menos poder decisorio en el hogar, incluso sobre el presupuesto familiar, lo que les dificulta aún más invertir en los suministros que necesitan. Las normas culturales también significan que las mujeres nunca son solamente agricultoras; se espera que pasen horas todos los días recolectando agua y leña, cocinando y cuidando, lo que les deja menos tiempo para hacer otras cosas, incluidas las labores agrícolas.
Todos estos aprendizajes fueron una revelación para Bill y para mí. Habíamos empezado creyendo que una mejor tecnología era la mejor forma de ayudar a los agricultores para que aumentaran sus rendimientos; pero el potencial de una revolución agrícola no se encontraba únicamente en mejorar los insumos tales como las semillas; estaba en el poder de las mujeres que las siembran. Por consiguiente, nuestros esfuerzos tendrían que colocar a las mujeres al centro.
Desde entonces, hemos realizado varias donaciones específicamente destinadas a reflejar las realidades de la vida de las agricultoras. Por ejemplo, ayudamos a uno de nuestros socios, Farm Radio International, a crear un programa radial que enseñaba buenas prácticas para cultivar tomates a las mujeres. Cuando estaban creando el programa, también se aseguraron de investigar a qué hora las mujeres tendían a escuchar la radio, al reconocer que si transmitían el programa cuando los hombres estaban en casa y controlaban el dial, las mujeres no iban recibir la información que necesitaban.
Otro programa que apoyamos, Pathways, operado por nuestro socio CARE, fue un paso más allá. No solo enseñaba a las mujeres a ser mejores agricultoras, sino que también enseñaba a sus maridos a considerar a sus esposas como socias igualitarias. Viajé a Malawi para ver este programa en acción y pasé un tiempo con una agricultora llamada Patricia. Patricia me dijo que el programa le había ayudado a adquirir nuevas destrezas y semillas. También me habló sobre el efecto que había tenido en su matrimonio.
Luego de participar en unos cuantos ejercicios de igualdad de género, el marido de Patricia se dio cuenta que al negarse a invertir en la parcela agrícola de ella y recargarla con otras tareas hogareñas, él había estado perjudicando el potencial de la finca de ella e impidiéndole ganar más ingresos. Prometió cambiar.
Para cuando visité su aldea, Patricia había cuadriplicado su cosecha y tenía planes de ampliar su finca aun más. Además, si bien las nuevas destrezas y semillas ciertamente habían jugado un gran papel, me dijo que también había influido el hecho de que ahora contaba con un “marido que la apoyaba”.
Hoy, cuando cierro los ojos y me imagino a un agricultor, me imagino a Patricia y trato de asegurarme de que también mis colegas lo hagan. Porque una vez que uno posee un mejor conocimiento de quiénes se ocupan de la agricultura, es mucho más fácil diseñar soluciones que les ayuden a triunfar.
Mi nuevo libro, “El momento de elevar”, presenta los razonamientos en favor de priorizar la igualdad de género alrededor del mundo. Creo que cuando elevamos a la mujer, elevamos a la humanidad. Y como lo demuestra tan poderosamente la historia de Patricia, a veces todo lo que se necesita para elevar a las mujeres es dejar de desanimarlas.