Pobreza e inserción productiva de las mujeres rurales
Las mujeres minifundistas requieren incentivos para que sean líderes en los procesos de concentración de tierras
Hay un amplio consenso en la región acerca del papel crucial que desempeñan las mujeres en el desarrollo de los territorios rurales de América Latina y el Caribe (ALC). Además de participar en el proceso productivo, aseguran la estabilidad y la sobrevivencia de sus familias. De hecho, se estima que cerca de la mitad de los alimentos que consumen las familias rurales es generada directamente por las mujeres. Este reconocimiento de su protagonismo sucede al mismo tiempo que, de manera progresiva, se hace evidente la diversidad que caracteriza al universo de las mujeres rurales y que “se manifiesta sea por la forma de vida, con mujeres de todas las generaciones que habitan campos, bosques, selvas y áreas próximas a los cursos de las aguas; sea por la organización social, con campesinas, indígenas y afrodescendientes. La diversidad también se presenta en las actividades que desarrollan las mujeres: son agricultoras, recolectoras, pescadoras o asalariadas, y también se desempeñan en actividades no agrícolas que tienen lugar en el mundo rural” (Nobre y otras/FAO, 2017). A estos factores diferenciales también se agrega en las últimas décadas la presencia de mujeres en los ámbitos profesionales de entidades de alta productividad que actúan en el desarrollo agropecuario, así como en diversos espacios de toma de decisiones, aunque tal presencia todavía sea reducida.
Sin embargo, pese a esta diversidad y la evidencia de los cambios sucedidos desde el siglo pasado, persisten obstáculos de diferente magnitud que impiden a las mujeres rurales latinoamericanas gozar plenamente de los beneficios del desarrollo agrícola y rural. En efecto, una alta proporción de las mujeres que habitan en territorios rurales se encuentran en condiciones de pobreza, en especial cuando se ocupan en el sector agropecuario. Con esta premisa, el presente artículo plantea observar la relación entre la condición de pobreza y la inserción productiva de las mujeres rurales.
Cambios y persistencias en el panorama sociodemográfico
La población rural en América Latina y el Caribe sigue decreciendo. Si bien a un ritmo menor que en décadas pasadas, hoy representa alrededor de un 20 % de la población total, lo que significa aproximadamente 120 millones de personas, de las cuales cerca de la mitad son mujeres, es decir, unos 58 millones. Hay que subrayar que la proporción de población rural varía considerablemente según las condiciones específicas de los países.
El universo de las mujeres rurales ha experimentado cambios sociodemográficos de diferente consideración.
El universo de las mujeres rurales ha experimentado cambios sociodemográficos de diferente consideración. Entre los más pronunciados, destaca el referido al aumento de la jefatura femenina de los hogares rurales, en un contexto regional donde este aumento es notable para el conjunto de los hogares. Existen diversas causas que explican esta situación, incluidas las explicaciones sobre el cambio en el sector agrícola (Srinivasan, S.; Rodríguez, A.; CEPAL, 2016). Otro cambio importante refiere a la disminución de la fecundidad rural, con la consiguiente reducción progresiva del tamaño de los hogares (OPS, 2017). Es importante señalar la considerable elevación del nivel educativo de las mujeres rurales menores de 35 años, que han alcanzado o superado el de sus homólogos varones. También se ha producido un cambio en cuanto al incremento de las mujeres rurales en el empleo rural no agrícola (ERNA), con el consiguiente aumento de la diversidad productiva de las mujeres rurales.
Otros cambios que se aprecian, aunque en menor dimensión, son los referidos a la reducción en los niveles de extrema pobreza de las mujeres rurales por ser las principales beneficiarias de programas de transferencias condicionadas. También puede apreciarse un crecimiento relativo de la participación de las mujeres en la producción agropecuaria en relación con la de los hombres, debido al decrecimiento de la presencia de los hombres en ese sector. También en términos relativos, ha crecido levemente la presencia de mujeres indígenas y afrodescendientes en el universo de las mujeres rurales.
En cuanto al empleo agrícola, se mantiene la concentración de la mujer en la agricultura familiar especialmente en el seno del minifundio de subsistencia.
Por el contrario, se aprecian pocos cambios y mayores persistencias en otros aspectos sociales. El trabajo global de las mujeres rurales sigue siendo considerable, si se suma al trabajo productivo el de cuido familiar y comunitario, especialmente en el empleo agrícola donde los límites entre ambos tipos de trabajo son difusos para las mujeres. De igual forma, las brechas de los servicios públicos y de protección social siguen siendo muy pronunciadas para las mujeres rurales. Un asunto que apenas ha avanzado refiere a la inclusión de las mujeres rurales en la seguridad social. Puede afirmarse que la falta de protección social de las mujeres rurales procede de dos fuentes: la que refiere a las debilidades propias del sistema de seguridad social a nivel nacional y las que guardan relación con factores de género. Tampoco hay cambios apreciables en cuanto a la división sexual del trabajo, quedando en manos de las mujeres la producción de alimentos para el grupo familiar. Por otra parte, en cuanto al empleo agrícola, se mantiene la concentración de la mujer en la agricultura familiar especialmente en el seno del minifundio de subsistencia, de bajos niveles de productividad y poca viabilidad económica.
Las posibilidades de reducción de la pobreza guardan relación principalmente con dos factores: por un lado a la obtención de ingresos e insumos procedentes de la participación productiva, y por otro los apoyos, principalmente públicos, que puedan obtener las familias y las comunidades. Respecto de este segundo factor, se han impulsado en la región diferentes programas de lucha contra la pobreza, sobre todo mediante la fórmula de las transferencias monetarias condicionadas, que han tenido impacto en la reducción de la pobreza extrema en las zonas rurales. No obstante, es necesario no sobrevalorar la cobertura de tales ayudas públicas pues, según estimación de CEPAL, solo un 20 % de hogares rurales en la región reciben algún tipo de transferencia pública (CEPAL, 2018). Cobra así una mayor relevancia el primer factor, lo que obliga a observar con atención la inserción productiva de las mujeres en los territorios rurales.
Inserción productiva de las mujeres rurales
Los registros estadísticos muestran una diferencia considerable entre mujeres y hombres en cuanto a la actividad económica. De inmediato resulta necesario subrayar que esta información estadística está marcada por la dificultad de recoger la actividad productiva de las mujeres que se declaran inactivas laboralmente, lo cual tiende a invisibilizar a una gran parte de este grupo de la PEA agrícola. Estimaciones de FAO señalan que al menos la mitad de las mujeres que se declaran en esta condición realizan en realidad actividades que contribuyen a la producción agrícola (FAO, 2016). Pero los registros formales muestran que un 52 % de las mujeres rurales se declaran inactivas, mientras solo lo hacen así un 15 % de los hombres. Esa diferencia se refleja sobre todo en cuanto a la producción agropecuaria: mientras solo un quinto de las mujeres se ocupan en este sector, lo hace un 53 % de los hombres. Estas diferencias son menos apreciables en cuanto al empleo rural no agrícola (ERNA), donde los hombres presentan un volumen de empleo ligeramente superior.
Las diferencias ocupacionales según la estructura etaria de las mujeres rurales son apreciables. Las mujeres jóvenes (entre 15 y 29 años) muestran un mayor grado de inactividad, por cuanto una proporción de ellas se encuentra todavía en el sistema educativo. La ocupación en el empleo rural agrícola (ERA) concentra principalmente a las mujeres de 30 y más años. Por otra parte, la tasa de migración hacia las ciudades es mayor entre las mujeres jóvenes rurales.
Una característica de la inserción productiva de las mujeres rurales es la multiactividad. En términos generales, las mujeres rurales se registran: a) mitad inactivas y mitad activas, b) de estas últimas en torno a una mitad se ocupa en ERA y la otra mitad en ERNA y c) la mayor diferencia entre estas últimas es que en la primera son mayoría las no asalariadas, mientras sucede al revés en el empleo rural no agrícola.
En suma, los tres espacios que concentra la actividad laboral de las mujeres rurales son los siguientes:
a) Agricultura familiar
Cerca de los dos tercios de las mujeres ocupadas en la ERA lo hacen en la agricultura familiar, aunque puedan distinguirse dos subsectores definidos. De un lado, el trabajo subsidiario en la agricultura familiar, formado por el gran bloque de mujeres que se registran como trabajadores familiares no remunerados y el segmento de las que se declaran inactivas pero realizan algún tipo de actividades productivas. El rasgo que marca este tipo de trabajo es que las mujeres no tienen ingresos propios, algo que afecta a la mitad de las mujeres rurales en la región. El otro sector es el que compone el universo de mujeres campesinas independientes, que dirige fincas principalmente ubicadas en el minifundio de subsistencia. Importa señalar que aquí se hace mención de este tipo de inserción productiva (minifundio de subsistencia) y no del reducido sector de las PYMES dirigidas por mujeres, que ya no se sitúan en la agricultura familiar, o bien pertenecen al reducido sector de la agricultura familiar con acceso a mercados, que apenas representa un 12 % del total en ALC y donde la presencia de mujeres es escasa.
b) Empleo asalariado agrícola
Se trata de un segmento no muy numeroso de las mujeres rurales, pero en franco crecimiento, sobre todo en algunos países, como consecuencia del tipo de producción creciente regularizada de algunos rubros como frutas, flores, etc. (Ballara y Parada/FAO-CEPAL, 2009).
c) Empleo rural no agrícola (ERNA)
La presencia de las mujeres rurales ocupadas en este sector es similar en volumen al que corresponde al empleo agrícola, algo que no sucede en el caso de los hombres rurales, donde la ocupación agrícola supone en torno al doble de la ocupada en ERNA. La mayoría se ocupan como asalariadas, siendo un tercio las que se ocupan por cuenta propia o son propietarias, principalmente en el comercio, otros servicios y determinada producción manufacturera (artesanías, etc.).
Estos tres sectores concentran la gran mayoría del empleo femenino en los territorios rurales. En el caso de las asalariadas, agrícolas o no agrícolas, el problema reside en los niveles salariales y las condiciones de empleo, que son en promedio inferiores a los que cobran los asalariados varones y los de las asalariadas urbanas. En cuanto a las ocupadas por cuenta propia en la ERNA se trata principalmente de microempresas situadas en el sector informal de la economía.
En cuanto a las mujeres ocupadas en la agricultura familiar la problemática es más compleja. Un primer asunto es la gran cantidad de mujeres que, ocupadas como trabajadoras familiares no remuneradas o que se declaran inactivas, carecen de ingresos propios. La superación de esa situación mediante el acceso al control de la tierra, algo que no sucede con mucha frecuencia (solo un 16 % de las unidades productivas en ALC son dirigidas por mujeres), tampoco les permite salir de la pobreza, dado que en su gran mayoría lo hacen como parte del minifundio de subsistencia, con fincas muy reducidas: “la proporción de explotaciones encabezadas por mujeres se concentra en explotaciones de pequeño tamaño (generalmente inferiores a una hectárea)”. (Salcedo y Guzmán/FAO, 2014).
En esas unidades productivas, las mujeres consiguen la alimentación básica para sus familias, pero no generan suficientes ingresos para salir de la pobreza; sobre todo si se tiene en cuenta que ello se ve acompañado por la existencia de brechas en el acceso a otros activos. Como señala la FAO: “Si bien el panorama se presenta heterogéneo según países, los estudios siempre detectan brechas en contra de las mujeres en asistencia técnica, capacitación y acceso al crédito” (FAO, 2016). Puede concluirse que “el trabajo de las mujeres rurales es clave para la subsistencia de sus hogares; sin embargo, su precariedad lo hace insuficiente como palanca para salir de la pobreza” (Ballara y Parada/ FAO-CEPAL, 2009).
El mejoramiento de las condiciones de vida y la superación de la pobreza de la gran mayoría de las mujeres rurales depende de un incremento sustantivo del desempeño de los dos factores ya mencionados. Por un lado, guarda relación con la cobertura de los sistemas de protección social que todavía no alcanzan a las tres cuartas partes de la población rural, incluyendo la ampliación de los programas de transferencias condicionadas. Por el otro lado, requiere que la participación productiva de las mujeres genere suficientes ingresos y recursos para que pueda superar la condición de pobreza. Es sobre este factor que se hace aquí un especial alcance.
En el caso de las mujeres asalariadas, tanto en la ERA como en la ERNA, la palanca eficaz guarda relación con la posibilidad de alcanzar el trabajo decente; es decir, inscrito en la reglamentación laboral respecto de salarios y condiciones de empleo. En este contexto, la acción pública desempeña un papel fundamental, no tanto mediante los Ministerios o entidades dedicadas al desarrollo rural como a través de los Ministerios de Trabajo y, en particular, a los departamentos de inspección laboral.
Ya existe suficiente evidencia de que la baja productividad y la poca viabilidad económica del minifundio de subsistencia, puede permitir lograr la alimentación familiar, pero no superar la pobreza.
En el caso de las mujeres insertadas en la agricultura familiar existe una progresiva transición hacia la inscripción como campesinas independientes, que, por lo demás, es frecuentemente considerada como la estrategia tradicional para mejorar la condición de las mujeres rurales en la ERA. Sin embargo, instalarse como productoras en la agricultura de subsistencia puede suponer establecerse de forma estable en la pobreza estructural. En efecto, ya existe suficiente evidencia de que la baja productividad y la poca viabilidad económica del minifundio de subsistencia, puede permitir lograr la alimentación familiar, pero no superar la pobreza. Para lograr esta superación, resulta insoslayable superar los parámetros estructurales del minifundio de subsistencia.
Esa superación está relacionada con las diferencias que establece la estructura etaria de las mujeres rurales. En el caso de las mujeres jóvenes, si no optan por emigrar a la ciudad o emplearse en la ERNA, y se mantienen relacionadas con la producción agrícola, las posibilidades de no quedarse retenidas en la agricultura familiar de subsistencia guardan relación con su calificación profesional, sobre todo de cara al salto tecnológico en curso. Aunque la oferta de incorporarse al universo del recurso humano de suficiente nivel tecnológico, tanto en ocupaciones técnicas de los sectores dinámicos como en puestos de decisión, debe hacerse para las mujeres de todas las edades, parece razonable pensar que serán las mujeres jóvenes quienes estén en mejores condiciones de inscribirse en esa perspectiva, que, desde luego, también requiere de las políticas públicas y el apoyo de la cooperación.
Los poderes públicos, la cooperación internacional y otros agentes socioeconómicos, deben ofrecer incentivos a las mujeres minifundistas para que sean líderes en los procesos de concentración de tierras, mediante formación de asociaciones productivas, cooperativas, etc.
En el caso de las mujeres de edades más avanzadas, la eventualidad de superar los parámetros de la agricultura familiar de subsistencia, pasa principalmente por la posibilidad de ligarse a los sectores dinámicos del sector agrario. Dos instrumentos se plantean al respecto: el primero, logrando inscribirse en encadenamientos productivos efectivos y el segundo, orientándose hacia una reestructuración parcelaria. Esta es la condición básica, sobre todo en contextos de minifundio progresivo, como sucede en México y Centroamérica, para poder incrementar la productividad y aumentar sustantivamente la viabilidad económica de las unidades productivas, que permitirían una superación sustentable de la pobreza. Los poderes públicos, la cooperación internacional y otros agentes socioeconómicos, deben ofrecer incentivos a las mujeres minifundistas para que sean líderes en los procesos de concentración de tierras, mediante formación de asociaciones productivas, cooperativas, etc.; tal y como se plantea en las Directrices Voluntarias para la Gobernanza Responsable de la Tenencia de la Tierra de FAO (2012). Sobre esta base, las políticas deben facilitar que las mujeres puedan acceder a otros activos como créditos, capacitación técnica, acceso a mercados, etc., logrando con ello un impacto efectivo que aumente de forma sustantiva la posibilidad de superar la pobreza en la gran mayoría de mujeres rurales ligadas a la producción agropecuaria.
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